Nota: Este texto está basado en una serie de columnas publicadas en el diario El Pingüino de Punta Arenas, que pueden encontrarse acá, acá, y acá.
Cuando una persona decide vender algo que le pertenece, ella decide el precio que está dispuesta a aceptar para llevar a cabo el intercambio. Ese precio no tiene porqué guardar alguna relación con el que otra gente está cobrando, ni con ningún «nivel general de precios». El propietario tiene derecho a decidir ese precio de manera arbitraria. Por esto es que no tiene sentido hablar de «manipulación de precios». El precio no es algo externo a la transacción, pues cada quien ofrece el que le da la gana para cada transacción particular.
De forma equivalente, los compradores no tienen derecho de decirle al dueño cuánto cobrar, pero tienen todo el derecho de no comprar si no les parece bien el precio ofrecido. Nadie está (o debiera estar) obligado a comprar (ni a vender) nada a nadie. Es el comprador el que decide el precio al que está dispuesto a comprar, no los «niveles de precios» u otros factores. Todo esto es independiente de cómo es que una persona u otra decide ese precio al que está dispuesto a llevar a cabo la transacción.
Para entender esta simetría, es clave darse cuenta que una compraventa no es más que un trueque. En un trueque, ¿quién es el vendedor: el que entrega papas a cambio de pescado, o el que entrega pescado a cambio de papas? La respuesta es que ambos son compradores y vendedores a la vez. Una compraventa por dinero no es más que un trueque donde una de las partes entrega dinero. Por esto es perfectamente razonable y válido decir que una de las partes está vendiendo dinero a cambio de otros bienes o servicios, y que su contraparte está comprando dinero. Por ejemplo, uno podría ver al supermercado no como vendedor de abarrotes, sino como un comprador de dinero, y que lo paga con abarrotes. En esencia, distinguir un comprador de un vendedor no tiene mucho sentido, pues simplemente son contrapartes en un intercambio. Ambos son vendedores y compradores a la vez.
Si se tratara a la colusión como un delito, habría que castigar también a un grupo de clientes que se ponen de acuerdo para no comprar alguna cosa por sobre cierto precio, o a un grupo de empleados que se ponen de acuerdo para no vender sus servicios laborales a menos de cierto precio. Esto último incluso se trata como un derecho, en la forma de la sindicalización, e incluso se le da privilegios a los proveedores de servicios laborales coludidos, como por ejemplo, se prohíbe a su cliente dejar de contar con sus servicios (fuero). Esto que nos parecería de lo más escandaloso en algunos servicios, curiosa e incoherentemente se tolera y promueve en otros. Incluso hay grupos que abiertamente promueven la colusión forzada por ley de todos los proveedores de servicios laborales. Eso ya debería hacer pensar a uno que hay algo de extraño en todo este asunto de castigar la colusión, algún problema fundamental.
Otro asunto es que la «concentración de mercado» -uno de los requisitos que suelen enunciarse para que supuestamente tenga validez la acción estatal contra alguna colusión- se analiza por rubro. ¿Porqué? La razón simple sería que si no se hiciera así, nunca se podría castigar nada, porque no existe la concentración de mercado completo, sin distinguir rubros. No hay empresas que concentren una porción tan grande como para decir que tienen «poder de mercado». Pero el problema concreto con dividir el mercado por rubros, es que la definición de un «rubro» es arbitraria. ¿Hablamos del rubro de los transportes en general, o sólo del transporte interurbano de pasajeros en buses? ¿Es sólo el rubro del jamón laminado de cerdo, o el rubro del jamón laminado de cualquier animal, o incluso el rubro del cerdo o de la carne en general, o incluso de los alimentos en general? ¿Qué tan fino corresponde hilar? Bien puede ser que las compañías de buses interurbanos se hayan puesto de acuerdo en cuánto cobrar, pero ellas igual tienen como competencia los trenes, aviones, taxis, vehículos particulares, etc. Y eso sólo hablando de «transporte de pasajeros». La compañía de buses no sólo debe convencer a sus prospectivos clientes de que la deben preferir por sobre otros medios de transporte, sino también por sobre otros usos que le puede dar a ese dinero y tiempo, como ir a un cine o restaurante, en vez de viajar. Entonces la competencia no es sólo dentro del «rubro», como sea que se lo defina, sino que con todas las demás alternativas que tiene la persona para usar sus recursos (tiempo, dinero…), incluyendo no comprar nada, ahorrar.
Esto sin olvidar el porcentaje del «rubro» que deben concentrar las empresas coludidas para considerar que se las puede castigar, cifra que también es arbitraria. ¿Por qué castigar cuando las empresas acumulan, por ejemplo, el 75% del «rubro» y no 70% u 80%, o incluso 50% ó 99%? Al final del día, la extensión del rubro y su proporción de “dominio” se determinan de manera arbitraria para cada caso, por lo que los castigos serían también arbitrariamente impartidos. ¿Cómo puede ser esto justo?
Para que un intercambio sea justo, éste debe ser voluntario y se deben respetar los términos acordados (como precio y calidad). Si no se respeta lo primero, estamos frente a un robo y si no se respeta lo segundo, es estafa. Pero en un caso de colusión, no se dá ni lo uno ni lo otro, no hay engaño ni agresión. Hay que recordar que el precio no es algo externo; no tiene que guardar relación alguna con “niveles generales de precios”, por lo que el que se cobre más, menos, o igual que el resto no es relevante. También es irrelevante el modo en que el propietario decida a cuánto está dispuesto a vender sus pertenencias, sea que lo decida por su cuenta, o que lo haga en conjunto con otras personas.
Como ven, no tiene sentido que un tribunal castigue la colusión. Esa idea está basada en una mala comprensión o completa ignorancia de las transacciones, de cómo se forman los precios, y de lo que constituye competencia para un negocio.
Sin embargo, dado que el castigo legal a la colusión se justifica mediante la afirmación de que se busca mejorar la situación que habría sin esta intervención estatal, no quiero dejar de dar sugerencias de cómo mejorar de verdad la situación. Para poder hacer ese tipo de sugerencias se necesita tener una comprensión mínima y básica de cómo funciona la sociedad, la economía, por lo que no podemos confiar en quienes han propuesto castigar la colusión. ¿Qué hacer entonces?
La propuesta es simple (aunque probablemente difícil de implementar, pero ese es otro tema): reducir la presión fiscal sobre la sociedad. Por presión fiscal me refiero a todo costo impuesto por el Estado a cualquier actividad humana legítima (que no implique un daño no consentido a otros). Acá incluyo cosas como la regulación estatal de la actividad de las personas, los impuestos y cosas similares. Todo esto aumenta los costes que tienen las personas; por ende lo que logra es que los precios tiendan a subir (es decir, que el precio del dinero tienda a bajar). Las cosas se vuelven más costosas cuando se suben los impuestos; esto es algo por todos sabido. Pero no todos se dan cuenta que si se obliga a las empresas a, por ejemplo, tener más infraestructura de la que tendrían de otro modo, también se presionan al alza los precios. No sólo eso, también se presionan los sueldos a la baja. Esto porque se fuerza que tengan mayores costos, y cuando los costos suben, no sólo bajan las utilidades y suben los precios, sino que en el mediano a largo plazo también disminuyen los sueldos que pagan. Algunas empresas podrían quebrar o cerrar a causa de esto, lo que significa que se pierden empleos. Y lo que interesa para el caso en discusión: al haber menos empresas, hay más «concentración».
Para ser más concreto, el tipo de medidas que se requieren para mejorar la situación actual incluye por ejemplo eliminar aranceles y barreras de exportación e importación, bajar impuestos, eliminar buena parte de la regulación estatal a la actividad privada (especialmente la regulación laboral que sólo daña a empleados y consumidores), etc. En suma, reducir la burocracia que impide la libre competencia, e instaurar una sociedad más libre.
Castigar la colusión no sólo sería injusto, entonces, sino que además inefectivo y dañino, especialmente en cuanto se distrae la atención del verdadero problema: el costo que tiene el Estado para la sociedad. Si lo que se desea evitar es la concentración, sin perjudicar a la sociedad al hacer que todo se vuelva más costoso, sino que al contrario, que todo se vuelva más económico, haya más empleo, mejores remuneraciones, y así aumente la prosperidad de todos, es claro que lo que se debe hacer es reducir la presión fiscal y el intervencionismo estatal sobre la sociedad.
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